Mientras el periodista Jiménez Losantos publica un libro titulado "El camino hacia la dictadura de Sánchez" (según Jordi Amat, antes ya especuló con las dictaduras de González y Zapatero), el diario "El Mundo" publica un titular elogiando al dictador fascista y aliado de Hitler y Musolini en la Guerra Civil española, Francisco Franco; y el líder del PP dice, según la portada de hoy del diario La Vanguardia, que los “tics autoritarios” de Sánchez “no se veían en España desde el franquismo”.
Un chiringuito ultraderechista denuncia ante la justicia a la esposa del presidente del gobierno basándose en recortes de prensa, e inmediatamente el PP pretende ampliar la investigación parlamentaria del caso Koldo al “caso” de la esposa de Pedro Sánchez. Al margen de lo que decida hacer el actual presidente del gobierno con su futuro político, lo más inquietante de lo que viene ocurriendo (y que el gesto presidencial ha puesto de relieve, sin ser algo nuevo) es la dificultad de la derecha más convencional de separarse del discurso y la práctica de la derecha que tiene acreditado un menor apego a la democracia. Ocurre en España, donde al parecer los sectores más moderados del PP no han tenido éxito en alejar a su partido totalmente de sus orígenes fundacionales. Pero también ocurre en Italia, donde hemos visto que intelectuales de todo el mundo han tenido que reaccionar ante los actos de censura y nostalgia fascista protagonizados por el Gobierno de Meloni. Y ello en un contexto donde las fuerzas del nacionalpopulismo conservador intentan ganar terreno en Europa (oponiéndose a su integración y a la lucha común por una transición ecológica justa) y en América Latina (donde Aznar ha ido a hacerse una foto con Milei), en algunos casos con la abierta simpatía de Donald Trump y Vladimir Putin.
La existencia de una derecha abiertamente nostálgica del fascismo, o de una derecha desacomplejadamente xenofóbica y soberanista, en teoría debería presentar una oportunidad para la derecha más moderada de distanciarse, bajo la narrativa de “véis, los radicales son esos, nosotros somos normales”. Es lo que cuenta el premio Nobel de Economía, Jean Tirole, en su libro sobre “La economía del bien común” (en su versión original en francés, páginas 176-183), donde dice que nuestra toma de decisiones se ve afectada por la existencia de opciones con las que comparar. Ocurre por ejemplo, en el famoso “juego del dictador”, donde una sola persona debe decidir cuantos recursos se queda para ella y cuantos concede generosamente a otra persona (o grupo de personas). Si tenemos que elegir entre una opción egoísta y otra generosa pero de bajo coste, tendemos a preferir la generosa (eso es lo que hace la mayoría de los sujetos en experimentos). Sin embargo, si además de estas dos, añadimos una tercera mucho más egoísta, el “dictador” (la persona que decide) se escuda en la presencia de esta opción demencial para, distanciándose de ella (pero de paso y sin que se note, también de la generosa) preferir la egoísta moderada inicial.
Diríase que la presencia de opciones como Vox o las fuerzas más racistas de la derecha europea, ofrecen una oportunidad a partidos como el PP, en teoría más moderados, para utilizar la excusa de los ultras para reafirmarse en su conservadurismo moderado. Pero lo que están haciendo en muchos casos es mimetizarse con ellos y seguirles el juego.
Salvando las distancias, no es muy distinto lo que ocurre en Cataluña con Junts y el partido xenofóbico Aliança Catalana, de la alcaldesa de Ripoll Orriols. La irrupción de esta última daría la oportunidad a Puigdemont de resaltar el lado moderado, aunque conservador, de la trayectoria de su formación política. Sin embargo, ha dicho que no renuncia al apoyo de Orriols; ha permitido que sea alcaldesa en Ripoll (una capital de comarca) cuando podía haberlo evitado; dice que la suya, la de Puigdemont, (a diferencia de otras) es una candidatura “netamente” catalana, y conduce una campaña caudillista de tintes mesiánicos. La derecha catalana y la española, con sus muchas diferencias, tienen en común además una seria dificultad (en esto se están pareciendo al Trumpismo, y les acerca a los tics ultras) para aceptar que otras formaciones políticas (a las que consideran imperfectamente españolas o catalanas) tienen la misma legitimidad que ellos, ni más ni menos, para alcanzar democrática y legalmente el poder.
Bueno, ya sabemos que los juegos sencillos (y el del “dictador” es uno de ellos) son meras herramientas pedagógicas, y que la realidad es mucho más compleja. Solo son un primer paso para acercarse a los hechos. Además, el marco institucional europeo impide que los coqueteos con la ultraderecha terminen hoy, como terminaban en el pasado, con una dictadura militar sangrienta. Pero este seguro de vida (a medio plazo) no debería convertirse en un permiso para ser irresponsables y no darnos cuenta de los riesgos, tal como se está poniendo el mundo.
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