En tiempos olímpicos es inevitable volver la vista atrás y recordar uno de los acontecimientos que han marcado la vida de varias generaciones, entre otras la mía: los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Para hacerlo, nada mejor que leer el libro del historiador Jordi Canal, primero de una colección que toma fechas históricas (en este caso el 25 de Julio de 1992, día de la inauguración de BCN 92) como símbolos de procesos fundamentales de la historia de España. Un libro que engancha y que he leído de un tirón. Sobre una época que viví como protagonista muy secundario y en cualquier caso como espectador privilegiado. Y sin embargo, Canal no solo consigue que refresquemos oportunamente la memoria, sino también que aprendamos algunas cosas que no percibimos en su momento, o cuya importancia no apreciamos, aunque pasaran delante de nuestros ojos.
El libro utiliza la técnica de combinar la narración e interpretación de los hechos históricos, con extensas notas biográficas sobre algunos personajes de la época, desde creadores como los cantantes Jaume Sisa y Peret, los escritores Juan Marsé y Valentí Puig, el diseñador Javier Mariscal, hasta personajes políticos como Ernest Lluch, Jordi Pujol, Pasqual Maragall, Juan Antonio Samaranch o Juan Carlos de Borbón. Esta combinación hace la lectura más amena sin perder coherencia, y es difícil que el lector no aprenda algo nuevo de todo ello.
La obra empieza con la ceremonia de inauguración olímpica, símbolo de una España europea, moderna y plural, y de una Cataluña abierta y mestiza. Demasiado para que los nacionalistas no hubieran querido boicotear aquello desde la inauguración del Estadio tres años antes, “ma non troppo”, como suelen hacer jugando con los límites del estado de derecho y las normas de convivencia, poniendo “un cirio en cada altar” si hace falta (como siguen haciendo hasta hoy), en una expresión del periodista Enric Juliana rescatada por el autor.
Lo mejor de la Olimpiada fue lo que representó (una España moderna y una Cataluña abierta); y con ello lo que facilitó (algo que no saldrá en ningún análisis coste-beneficio): la alternancia en la Generalitat unos años después para derrotar a un régimen clientelar y corrupto, aunque sin la fuerza suficiente como para asentar un proyecto duradero alternativo al nacionalismo. El autor sugiere que con el tiempo se produjo una evolución “nacionalista” de Pasqual Maragall. Hubiera sido interesante en este sentido profundizar en la diferencia entre el Maragall de 1999 y el de 2003, cuando llegó a gobernar con una ERC más fuerte, pese a haber sacado un peor resultado.
Una parte muy bien resuelta del libro es el detalle sobre la amenaza para la democracia española (y para el proyecto olímpico que la simbolizaba) del terrorismo de ETA y en menor medida pero muy significativamente de Terra Lliure. También resulta muy interesante por lo sintomático la reconstrucción de la “fátua” que el nacionalismo (incluida ERC) decretó contra Javier Mariscal, el diseñador del Cobi, la mascota de los juegos, precursora de los linchamientos mediáticos y virtuales más recientes contra Cercas, Serrat, Coixet, etc.
Los Juegos, destaca Canal, fueron un proyecto público, pese a la presión de sectores que deseaban que fueran predominantemente un proyecto privado. Y pese a ser un gran proyecto público, con colaboración privada, no se produjo ni un solo caso de corrupción, en un país donde antes, durante y después, se han producido graves casos de corrupción.
El libro destaca el apoyo del Rey Juan Carlos ante el escepticismo inicial de UCD y PSOE, aunque el gobierno del PSOE, con Narcís Serra en la vice-presidencia, acabó volcándose con los Juegos. El libro menciona el rol jugado por el Holding Olímpico, el instrumento creado para impulsar las obras olímpicas, que tuvo al frente nombrado por el Gobierno español a Santiago Roldán, un economista (ya fallecido, padre del ex diputado de Ciudadanos Toni Roldán Monés) que, aunque Canal no menciona este detalle, era profesor del Departamento de Economía Aplicada de la UAB (y por lo tanto una persona asentada en Cataluña), bien conocido por Maragall y Serra.
En los detalles aportados sobre las campañas de propaganda nacionalista que se lanzaron coincidiendo con la preparación olímpica, vemos que las técnicas y el personal del nacionalismo independentista ya estaban ahí hace 29 y 30 años, también con la colaboración de grupos supuestamente “anticapitalistas” (pero con acceso a los despachos y familias del poder) que paradójicamente se oponían a un proyecto liderado por el sector público. Por ejemplo, el 19 de junio de 1992 Maragall recibió insultos –“botifler” o traidor, un clásico del acoso nacionalista en todo el mundo- en el acto al paso de la antorcha olímpica por Montserrat. Nombres como los de unos jóvenes David Madí y Joaquim Forn, puntales hoy del “procés”, ya estaban en las actuaciones de boicot olímpico. Si el independentismo es la fase superior del pujolismo, el boicot olímpico fue la escolanía del “procés”.
El 3 de febrero de 1992, se presentó Acció Olímpica Catalana, con Guardiola, Rahola, o la entidad Omnium Cultural; el modus operandi y el star system del nacionalismo independentista ya estaban ahí, en 1992... Como lo estaban con TV3 y Avui atacando a Mariscal en la fátua anteriormente mencionada, cargada de histeria victimista por unos comentarios sarcásticos del diseñador. Canal menciona un artículo de la época de Solé-Tura abordando la incapacidad del nacionalismo por asumir el pluralismo de la sociedad. Un artículo totalmente vigente, y no solo en Cataluña, sino en todas las comunidades con un fuerte peso del nacional-populismo (como destaca en sus trabajos sobre el populismo el experto politólogo Jan-Werner Müller).
El riesgo del éxito se menciona como sin querer hacer mucho daño en el libro, pero daría para una ampliación. La “hybris” alcanzó para lanzarse hacia un Estatut algo temerario y (algo no mencionado en el libro) la tentación de querer volver a reproducir nuevos grandes eventos, intentando repetir unas circunstancias irrepetibles: Forum 2004, Olimpiada de Madrid, Olimpiada de Invierno, Juegos del Mediterráneo en Tarragona… Después de los Juegos de Barcelona se ha desarrollado una abundante investigación académica que constata que los Juegos de aquí fueron acaso una excepción en cuanto a beneficios netos para la sociedad. Numerosas ciudades de países desarrollados se han retirado de las pujas iniciales para organizar estos eventos en los últimos años: Boston, Calgary, Innsbruck, Munich, Hamburgo, Oslo, Berna, Denver… El autor cita al propio Maragall en sus memorias, diciendo que si se hiciera un análisis coste-beneficio, este saldría favorable para Barcelona, Cataluña y España… Quizás sí para Barcelona, pero tal estudio nunca se ha hecho, y aunque los de Barcelona fueron un gran éxito organizativo y popular, sin corrupción, al servicio de un proyecto histórico, que estaba pendiente pero diseñado, de transformación de la ciudad (que seguramente se hubiera hecho igual, más lentamente), también sufrieron sobrecostes y dejaron un legado de “elefantes blancos” (infraestructuras sin uso, caras de mantener). Investigadores como Andrew Zimbalist o Bengt Flyvbjerg han llegado a la conclusión de que repetir el éxito de Barcelona es algo francamente improbable, y proponen re-escalar estos eventos e introducir criterios distintos en su selección y financiación, junto con otras reformas necesarias. Lo mismo se ha sugerido desde el Financial Times, el New York Times, The Economist...
Las Olimpiadas de Barcelona fueron una gran fiesta y un símbolo de una sociedad que había salido del agujero. Pero ni Barcelona ni Cataluña creo que “necesiten” (como a veces se sugiere, aunque no en este libro) grandes eventos periódicos que violenten las finanzas públicas, sino una buena gobernanza que permita explotar nuestras buenas condiciones geográficas e históricas en una Europa integrada. En un contrafactual sin Olimpiadas ni exposiciones universales (si "la etapa olímpica llevó consigo una efervescencia económica y un descenso importante del paro", no hay forma de demostrar que no se podía crecer haciendo otro uso de los recursos públicos), no creo que en el largo plazo Barcelona y Cataluña hubieran sido muy distintas, pero lo hubiéramos contado peor. De hecho, Cataluña fue la fábrica de España en el siglo XIX sin ningún gran evento, y las exposiciones universales fueron posteriores.
Nada de esto resta mérito al libro de Jordi Canal, que no tiene por qué cubrir todos los ángulos. La obra además tiene joyas escondidas, como llamar telebasurera a Pilar Rahola y darnos a conocer el nombre de la amante de Samaranch. A veces alguna de las perlas dejan a uno con ganas de saber más, como con el argumento cerrado en seco de que Lluch era juancarlista, o las menciones a los problemas de Samaranch con la corrupción olímpica en Salt Lake City, de las que el autor se limita a decir que fueron objeto de críticas por parte de la prensa anglosajona (probablemente la más libre y de mayor calidad del mundo).
BCN 92 es irrepetible, pero se pueden extraer lecciones, y este libro es una muy buena base para ello, y por eso recomiendo su lectura. Se le puede ganar con inteligencia al nacionalismo, pero este se va a resistir siempre. Los grandes eventos no causan gran cosa (ni tampoco surgen de hombres providenciales), sino que representan y son consecuencia de determinados procesos históricos, en este caso del desarrollo y modernización de una España diversa y abierta al mundo. Un proceso exitoso que lideró el Partido Socialista en España y en Barcelona, eclipsado en el primer caso por episodios como los GAL y la corrupción (justamente mencionados en el libro), que deben avergonzar a cualquiera que, como yo, haya apoyado y siga apoyando al socialismo español. El éxito de esta representación sí depende de los hombres y mujeres que lideran y protagonizan estos eventos, y en el caso de Barcelona 92, ellos y ellas sin duda serán juzgados, si no lo han sido ya, muy positivamente por la historia. Esa España, esa Cataluña y esa Barcelona que nos contaron los juegos, son posibles, con las adaptaciones necesarias por el paso del tiempo y el conocimiento adquirido.