Descartado cualquier referéndum de autodeterminación, el debate en España se centra en si es posible o deseable una amnistía (o “algo” entre los indultos ya concedidos y una amnistía más general) sobre el “procés” y, menos, en cual puede ser el contenido de un pacto entre el PSOE, Sumar y las fuerzas nacionalistas sobre la evolución del Estado de las Autonomías (dentro de la Constitución; para reformarla, habría que contar con el PP). Este debate es deseable (también sería deseable que las propuestas previas de Feijóo generasen algún debate, pero eso no ocurre) y muestra la vitalidad de la democracia española. Todas las voces son respetables, aunque no todo lo que se dice va a ser viable.
Puigdemont ha pospuesto cualquier pacto sobre la autodeterminación, y deberá seguir posponiéndolo, porque la Constitución no la permite. Permite referéndums consultivos, pero no tendría sentido preguntar sobre algo que no se puede llevar a cabo sin que 2/3 del Parlamento español estén de acuerdo en reformar la Constitución para hacer eso. Y esos 2/3, no sólo el PP, no muestran ninguna inclinación a hacer algo que no hace ninguna democracia europea o desarrollada. Algunos independentistas lúcidos ya se dan cuenta, mientras otros siguen esgrimiendo los precedentes de Quebec y Escocia, totalmente excepcionales cuando se produjeron, y con un marco legal muy distinto. Además, en la actualidad, tanto Canadá como el Reino Unido han evolucionado de tal forma que la repetición de esos referéndums está hoy descartada. El Brexit ha prestado grandes servicios al desprestigio de la idea del referéndum de autodeterminación. Cerrada la vía autodeterminista, España (y Europa, el Reino Unido y Canadá) se sitúan en la vía inequívocamente federal (como ya argumenté aquí y aquí), que es la que permite resolver los grandes problemas económicos y sociales de nuestro tiempo, como el fraude fiscal o el cambio climático.
Pasar página del “Procés” con estabilidad social y jurídica, como sería deseable, requerirá acertar en fórmulas jurídicamente viables y política y moralmente defendibles, y explicables de modo que sean aceptadas por una amplia mayoría. No se pueden dar pasos que resuciten proyectos que de nuevo cabalguen sobre la frustración. Sigo con atención los debates de personas mucho más expertas que yo en la materia, y me convencen quienes afirman que serían impensables medidas de gracia más amplias que los indultos que se concedieron, sin muestras de rectificación por parte de quienes cometieron los graves hechos de 2017, empezando por la aprobación ilegal en el Parlament de Catalunya de las leyes de transición, que derogaban la Constitución de un Estado miembro de la Unión Europea y dejaban a los catalanes en un limbo jurídico, sin derechos de ningún tipo.
Me sumo a los argumentos expresados recientemente por Nicolás Sartorius: “A veces tengo la impresión de que determinadas fuerzas políticas, tanto nacionalistas como de otra naturaleza, no han asumido que los Estados europeos –incluido el español– han sufrido una importante mutación que los aleja de los esquemas del siglo XIX, XX y no digamos del XVIII. Los Estados europeos actuales, los que forman la Unión Europea, ya no son los Estados nacionales de antaño, pues se han beneficiado de un proceso que ha consistido en compartir cada vez más elementos de la soberanía, hasta el punto de que se les puede calificar como euroestados o, en nuestro caso, hispanoeuro.”
Y añade que una parte sustancial –se dice que hasta un 60%– de los asuntos que nos afectan se deciden en la Unión Europea, sin olvidar que la ley de la Unión prevalece sobre la nacional, de ahí el calificativo usado por Sartorius de “euroestados” e “hispanoeuro” el nuestro, como expresión de la soberanía compartida: “En mi opinión, sería posible dar una mayor participación y establecer una mejor coordinación del Gobierno con las CCAA en esta materia tan decisiva. No se trataría de modificar las competencias actuales, que están incardinadas en el Gobierno de la nación, pero sí comprender que los asuntos europeos han dejado de ser, en su mayoría, cuestiones de política exterior para mutarse en política interna, en la que sería positivo que participasen más y mejor las CCAA, sobre todo en los asuntos de su competencia.” Esta sería una reforma que debería abanderar el PSOE, acompañando la extensión y profundización de cuestiones ya ensayadas, en marcha o embrionarias, como el Corredor del Mediterráneo, la Co-gobernanza del Estado del bienestar, el freno a la competencia fiscal, la distribución de la capitalidad o el multilingüismo, o la reforma de la financiación autonómica en la línea sugerida desde Antoni Zabalza a Andreu Mas-Colell (mayor transparencia y equidad, condonación parcial de la deuda autonómica). Si las fuerzas nacionalistas no apoyan al PSOE estarán poniendo en riesgo todos estos avances.
La foto de nuestro federalismo ya existente es la que se produjo durante la pandemia: del gobierno español, con las comunidades autónomas y los municipios, en presencia de la presidenta de la Comisión europea. Este federalismo, como ha argumentado el constitucionalista Alberto López Basaguren, debe actualizarse de forma continua. Nunca se va a “cerrar”, pero nunca va a terminar mientras la Unión Europea siga en pie. Además, para la nueva legislatura, Pedro Sánchez tiene que poner más énfasis en algo que ya está haciendo, que es ponerse en la vanguardia de una UE más integrada y más federal, en la línea del reciente artículo de Mario Draghi en The Economist. Y poner a los grupos nacionalistas ante la tesitura de ponerlo en riesgo, facilitando una repetición electoral, o sumarse a la aceleración federal europea (a la que se opone la derecha y la extrema derecha).
En la realidad federal del s. XXI caben personas que tengan distintos sentimientos de pertenencia nacional, y también aquellas que cada vez estamos más hartos de las efervescencias nacionales e identitarias. Y en esa realidad, todas las instituciones deben promover la diversidad lingüística y cultural. Todos los gobiernos, también los autonómicos, deben tener una gran libertad en una Europa sin fronteras, libertad para la cooperación horizontal y transfronteriza, por ejemplo, para el trabajo por proyectos con otras comunidades, españolas o no, sin romper el marco legal y sin utilizar símbolos y recursos públicos para atentar contra niveles superiores o inferiores de nuestra democracia multinivel. Esto es algo que en la actualidad parece que comprende mejor el nacionalismo vasco que el catalán: compárese la actitud del nacionalismo vasco ante la salida del Tour de Francia en Bilbao, con la actitud del nacionalismo catalán ante la salida de la Vuelta a España en Barcelona.
No hay que ceder la iniciativa sobre las cuestiones institucionales a los partidos nacionalistas. La batalla de las ideas es crucial, porque el nacionalismo (no solo catalán o español) no deja de invertir en ella. El PSOE tiene suficientes ideas, actuales y acumuladas, y en ciernes, sobre la organización de España y Europa, como para liderar este debate. No para crear grandes expectativas que se vean frustradas, sino para generar apoyo social y para avanzar con estabilidad en las herramientas que nos permitan, como miembros de la Unión Europea en un mundo interconetado, contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, y por lo tanto también los nuestros.
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