martes, 27 de septiembre de 2011

En busca de la verdad (por Vicente Coscolla)

En la reciente visita que Benedicto XVI ha realizado a España con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud las referencias a “la búsqueda de la verdad” han sido constantes. Por poner unos ejemplos, el Papa ha dicho que “tenemos que ponernos siempre en búsqueda de la verdad”, que “no se ha de perder nunca la sensibilidad e ilusión por la verdad”, que “no hay que tener miedo de la verdad”, que “vengo a encontrarme con los que buscan la verdad”… Pues bien, vamos a hacerle caso y a buscar la verdad sobre la religión que él representa.
Como todos sabemos, el cristianismo se basa en la figura y el mensaje de Jesús, Dios hecho hombre que, tras unos años de ejercicio como predicador, murió en la cruz y resucitó de entre los muertos para redimir los pecados de la humanidad. La Iglesia es la organización creada en torno a su figura, encargada de difundir su ideario, y el Papa es la cabeza de la Iglesia Católica, la rama más importante del cristianismo. Ahora bien, ¿quién era Jesús de verdad?, ¿cuáles eran sus intenciones y su mensaje? Y en base a todo ello, ¿tienen suficiente legitimidad la Iglesia y el Papa?
A la hora de buscar la verdad sobre Jesús nos encontramos que las fuentes históricas que disponemos son escasas. Para los historiadores del momento, que los había, Jesús no fue lo suficientemente importante como para dedicarle una sola línea (existe una pequeña referencia a Jesús en la obra del historiador judeo-romano Flavio Josefo, pero está más que demostrado que es un añadido posterior). Nos hemos de basar, básicamente, en los cuatro Evangelios canónicos (es decir, los “oficiales”, los que conocemos la mayoría) y en el resto de libros que componen el Nuevo Testamento.
Resulta, además, que los cuatro Evangelios que sirven de base para todo el cristianismo (tanto el católico como el de las diferentes escisiones posteriores), se escribieron décadas después de muerto Jesús, cuando el cristianismo ya estaba consolidado como una religión diferente del judaísmo. Porque hemos de saber que, por los datos que aportan los historiadores que han investigado las primeras comunidades cristianas (lideradas por Santiago, hermano de Jesús y líder de la Iglesia de Jerusalén a la muerte de este), el cristianismo no era más que una secta escatológica de la religión hebrea (escatológica significa que anunciaba la inminencia del Fin del Mundo).
En los 150 primeros años de vida del cristianismo se escribieron múltiples evangelios, que convivieron con una extensa tradición oral sobre la vida y hazañas de Jesús. Fue el obispo Irineo de Lyon, alrededor del año 185, quien decidió que los cuatro Evangelios oficiales actuales fueran los únicos válidos, rechazando todos lo demás (los descartados son conocidos como Evangelios apócrifos). Su decisión fue ratificada por la Iglesia en los siglos posteriores, cuando se conformo el actual Nuevo Testamento. Esta decisión de definir qué evangelios eran válidos se hacía necesaria para preservar la unidad del cristianismo, cada vez más amenazada por las divisiones entre sus diferentes comunidades y tendencias: judeo-cristianos contra greco-romano-cristianos, seguidores de la doctrina de Pablo frente seguidores de la de Pedro, los que otorgaban a Jesús naturaleza divina frente los que postulaban que no era más que un profeta, sin olvidar las disputas que generaban las diferentes sensibilidades y personalismos de los patriarcas cristianos de las ciudades más importantes del Imperio Romano, o los debates entre las diferentes sectas gnóstico-cristianas que habían surgido y las disputas entre los gnósticos y los cristianos menos propensos a la mística.
De los cuatro Evangelios, el de Marcos es el más antiguo. Se estima que fue redactado sobre el año 75, en base a diversas tradiciones orales y, probablemente, en un texto desaparecido (lo que los expertos llaman “fuente Q”). Los Evangelios de Mateo y Lucas son de unos 10 o 15 años más tarde y se escriben a partir del texto de Marcos, al que añaden información de otras fuentes para sus públicos respectivos: Mateo se dirige preferentemente a los judíos, mientras Lucas, discípulo de Pablo, lo hace a los no judíos. El cuarto Evangelio, el de Juan, está escrito sobre el año 100 o 110 por un griego cristiano conocido como Juan el Anciano y es el más mítico y menos histórico (el mismo autor también escribió el Apocalipsis). El otro texto histórico importante del Nuevo Testamento, Hechos de los Apóstoles, formaba parte inicialmente del Evangelio de Lucas, pero fue segregado artificialmente por la Iglesia para convertirlo en un libro propio. Para acabar de complicarlo todo, los textos que nos han llegado son posteriores a su redactado original, copias de copias que probablemente han sufrido variaciones sobre los iniciales.
Si leemos directamente los cuatro Evangelios canónicos descubrimos que caen en numerosas contradicciones los unos con los otros, y eso a pesar de ser escogidos específicamente para que la doctrina del cristianismo fuera única. Esas contradicciones van desde la genealogía de Jesús (compárense por ejemplo, Mt 1, 1-16 y Lc 3, 23-38) al relato de cómo fue su resurrección (después entraremos en detalle sobre este asunto). A las contradicciones también hay que sumar las múltiples inexactitudes y errores que los hacen poco fiables desde un punto de vista histórico (por poner un ejemplo, si se hace el ejercicio de trazar en un mapa la ruta de Galilea a Jerusalén que, según los Evangelios, hizo Jesús, queda claro que necesitaba un GPS).
Sobre la resurrección de Jesús, pilar básico de la religión cristiana, los textos evangélicos la tratan poco y mal, y las diferencias entre los diferentes Evangelios son escandalosas. Así, según Marcos y Juan, el Jesús resucitado se apareció en el sepulcro sólo a María Magdalena, mientras que Mateo dice que también a María de Betania (o de Santiago), que la acompañaba. Lucas lo complica más y dice que al sepulcro fueron las dos Marías anteriores, Juana y “las demás que iban con ellas” (sin especificar quienes eran), pero relata que no vieron a Jesús sino que descubrieron que la tumba estaba vacía (había fuera, eso sí, dos ángeles que informaron al grupo que Jesús había resucitado). Las apariciones posteriores del Jesús resucitado son pocas, esporádicas y en cada Evangelio también se cuentan historias diferentes y contradictorias (por ejemplo, su aparición ante los discípulos fue, según Lucas y Juan, en Jerusalén, mientras que según Mateo y Marcos fue en Galilea, en un monte según el primero y en una comida según el segundo).
A pesar de todo, si se hace el esfuerzo de obviar sus múltiples contradicciones y errores, la lectura de los Evangelios permite extrapolar de ellos un relato relativamente coherente. Para ello es fundamental conocer el contexto histórico en el que vivió y predicó Jesús: una Palestina mayoritariamente judía (pero en la que también convivían importantes comunidades no judías, como las romanas o las samaritanas), que había sido ocupada por los romanos y que vivía una importante efervescencia político-religiosa, con numerosos grupos enfrentados entre sí (los conservadores saduceos, los renovadores fariseos, los nacionalistas zelotes, los místicos esenios…) que convivían con varias sectas muy activas y unos cuantos predicadores lanzando sus mensajes (la visión que se da en “La Vida de Bryan” no está tan alejada de la realidad como a priori podría parecer). Este escenario, basado en fuentes históricas fiables (desde los escritos del historiador judeo-romano Flavio Josefo a los manuscritos del Mar Muerto) nos permite intuir al Jesús de los Evangelios como un judío muy religioso, discípulo de Juan el Bautista (hijo del sacerdote Zacarías, era un predicador muy popular que creía que el Juicio Final era inminente y que era necesario iniciar un camino de arrepentimiento y cumplimiento riguroso de la Ley judía). Se ha de tener presente que la escatología hebrea, similar a la cristiana y que postula la proximidad del Fin del Mundo y la llegada de un Mesías, había sido recurrente en la historia de los judíos, especialmente en épocas de crisis. Tras unos meses con Juan, Jesús se independizó de su maestro y también pasó a ejercer de predicador itinerante con un cierto éxito, que aumentó especialmente tras la ejecución del primero (sobre el año 30), ya que tenía una forma de actuar más mundana, lejos de las prácticas ascetas del Bautista. Las ideas que Jesús predicaba (siempre según los Evangelios, que es la única fuente que tenemos) eran similares a las de Juan: promover la religiosidad de los judíos y seguir fielmente la Ley hebraica (en Mt 5, 17 es muy explícito al respecto) porque estaba convencido de la inminencia del Fin del Mundo (a lo largo de su prédica hay muchas referencias a esta cuestión, como en Mc 1, 14-15 donde explica que este es el motivo de su predicación, e llegando incluso a afirmar, tal y como se recoge en Lc 9, 27, que algunos de los que le escuchan aún no estarán muertos cuando llegue el Fin de los Días). También deja claro que su misión iba dirigida exclusivamente a los judíos (en Mt 10, 5-6 deja claro a los apóstoles que no han de dirigirse a los gentiles –es decir, los no judíos–, ni siquiera a los samaritanos, “primos religiosos” de los judíos, y en Mt 15, 24-26 se niega a curar a una endemoniada porque es cananea y él sólo ha sido enviado para “la ovejas pedidas de la casa de Israel”). En todo caso, de lo que Jesús dijo se desprende que no pretendía crear una nueva secta judía ni, mucho menos, una nueva religión (entre otras cosas, porque creía que quedaba muy poco tiempo para el Fin del Mundo). Con los datos en la mano, el Jesús histórico (o lo poco que conocemos de él) no tiene nada que ver con el Jesús que nos muestra la Iglesia.
Sigamos buscando la verdad. Descubriremos que la gran mayoría de los dogmas fundamentales, los que conforman el cristianismo tal y como los conocemos, así como los ritos y estructuras de la Iglesia, nacen una vez Jesús ha desaparecido. Son creaciones humanas posteriores, muchas veces en abierta contradicción con lo que Jesús o los primeros cristianos propugnaban. Sería extenso analizarlas todas, pero podemos tratar ligeramente algunas.
La divina concepción de Jesús en el vientre de María, por ejemplo, sólo se menciona en Lucas y Mateo, pero es omitida en Juan (precisamente el Evangelio más mítico) y Marcos (el Evangelio más antiguo y en el que se basaron aquellos). Probablemente su origen sea la influencia de los relatos míticos de embarazos y nacimientos prodigiosos que se encuentran en el Antiguo Testamento y en las tradiciones paganas, que fueron introduciéndose en la transmisión oral de las primeras comunidades cristianas y acabaron en los dos evangelios mencionados. Pablo, que a pesar de no conocer directamente a Jesús sentó las bases de una parte fundamental del cristianismo y de la doctrina de la Iglesia, tampoco compartía el papel que posteriormente se ha otorgado a María, tanto que ni la menciona en sus epístolas.
Si seguimos buscando la verdad, nos encontramos con que la divinidad de Jesús, algo que ahora los cristianos asumen con normalidad y que es la base fundamental de su fe, fue objeto de debate permanente durante los tres primeros siglos del cristianismo (e incluso después). El dogma de que Jesús es Dios se decidió definitivamente por votación, en el año 325, en el Concilio de Nicea. Este concilio ecuménico (unificador de doctrina), fue promovido por el emperador Constantino para acabar de una vez por todas con las disputas que generaba esta cuestión. Curiosamente, Constantino, el emperador que hizo del cristianismo la religión oficial del Imperio Romano para consolidar su poder, murió abrazando el arrianismo, es decir, la doctrina cristiana perdedora en Nicea que negaba la naturaleza divina de Jesús. El Espíritu Santo, que acabó conformando la Santísima Trinidad, se añadió después, en el Concilio de Constantinopla, en el año 381.
También la creación de templos como lugares de culto donde celebrar la misa es un invento posterior. No es hasta el siglo III que los lugares de formación religiosa y de reunión que los cristianos utilizaban una vez finalizadas las épocas de persecución acabaron por convertirse de manera natural en lugares de culto. Y una vez más es Constantino el que a mediados de ese siglo inicia la construcción de iglesias, como centros de poder, a lo largo y ancho del Imperio. Está documentado que durante los primeros siglos los cristianos oraban en privado, tanto por razones de seguridad como porque así se especificaba en los Evangelios (en Mt 6, 5-7 Jesús dice claramente que orar en público en las sinagogas es hipócrita, y que lo correcto es orar en privado “en tu cámara, cerrada la puerta”). Pablo también renegó de los templos, aunque por otro lado fue el creador del rito de la Eucaristía (base de la Misa actual). Estas verdades contradicen radicalmente las recientes afirmaciones de Benedicto XVI según las cuales "no se puede seguir a Jesús fuera de la Iglesia" y "no se puede seguir a Jesús en solitario".
Busquemos también la verdad sobre la legitimidad que ostenta el Obispo de Roma (es decir, el Papa) para ser cabeza de la Iglesia. Únicamente se basa en una frase en los Evangelios (concretamente, Mt 16, 18, donde Jesús, en la ciudad de Cesárea, le dice a Simón aquello de “tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”) y en el hecho de que la Iglesia considera que Simón-Pedro murió en Roma tras ser el patriarca de los cristianos en la capital del Imperio. A pesar de la importancia de esta cuestión, ningún otro texto evangélico hace referencia al nombramiento de un encargado de dirigir a la comunidad cristiana (en el supuesto, más que dudoso como se ha dicho antes, de que Jesús se hubiera planteado fundar una nueva religión que durara en el tiempo). De hecho, en Lucas y Marcos, dónde se recoge el mismo episodio de Cesárea (en Juan no se menciona), se omite esa delegación expresa a Simón-Pedro. La historia posterior confirma la inexistencia de esa supuesta sucesión. De hecho, a la muerte de Jesús es su hermano Santiago (porque Jesús tenía varios hermanos, tal y como se menciona en diferentes pasajes de los Evangelios) quien se hace cargo del liderazgo de la comunidad cristiana originaria, la llamada Iglesia de Jerusalén (al menos es lo que se cuenta en Hechos de los Apóstoles, la única fuente de esos primeros años). También en esa época Pablo se enfrenta abiertamente a Simón-Pedro por cuestiones doctrinales, lo que sería imposible si este fuera la cabeza de la Iglesia. Por otro lado, no hay ninguna evidencia de que Simón-Pedro estuviera alguna vez Roma (ni de que muriera en ella). De hecho, todos los datos apuntan a lo contrario (por ejemplo, Pablo, al final de su epístola a los Romanos, considerada auténtica, manda saludos a diferentes personas que se encuentran en esa ciudad, y no menciona a Pedro). La legitimidad del Papa, pues, queda radicalmente cuestionada.
En resumen, a la que busquemos realmente la verdad descubrimos que los cimientos del cristianismo y de su Iglesia no se sostienen. Si Benedicto XVI es consecuente y, como dice, no teme a la verdad, debe asumir que todo el entramado de creencias y ritos del cristianismo son fruto del hombre. Algunas veces, como consecuencia de un determinado proceso histórico, el cristianismo tuvo la suerte de estar en el sitio adecuado en el momento adecuado. En otras,  la Iglesia tuvo la inteligencia (y la malicia) de tejer una serie de dogmas que favorecían a sus intereses, especialmente a partir del siglo III, después de su alianza con el poder imperial. Pensemos que la Iglesia, como organización, ha sido capaz, incluso, de modificar los 10 Mandamientos. Puede parecer increíble, pero es fácilmente comprobable. Sólo hace falta coger una Biblia y leerlos en el texto original (Deuteronomio 5, 7-21) para compararlos con los de cualquier catecismo católico: entre las muchas diferencias destaca la “desaparición” del 2º mandamiento (el que prohíbe hacer y adorar imágenes) que provoca un desplazamiento del resto de mandatos divinos (así, por ejemplo, no matarás es el 6º mandamiento según la Biblia y el 5º según la Iglesia) y la necesidad de desdoblar el 10º mandamiento bíblico en dos (que se convierten, por arte de magia, en el 9º y 10º del catecismo católico).
Para acabar, sólo queda plantear una pregunta. ¿Cómo es posible que los medios de comunicación no hayan profundizado más en la búsqueda de la verdad acerca del cristianismo y de la Iglesia? Después de asistir al despliegue mediático de la reciente visita papal, no deja de sorprender ese vacío informativo. Es cierto que, de vez en cuando, hemos podido ver, en algún canal televisivo minoritario, la emisión de documentales que tratan sobre los orígenes del cristianismo o de dónde surgen los mitos recogidos en la Biblia. También se han tratado públicamente algunos de los errores más manifiestos de la Iglesia (desde la excomulgación de Galileo por decir que la tierra gira alrededor del sol hasta los recientes casos de pederastia ocultados por algunos dirigentes de Roma, Papa incluido). Sin embargo, parece que aún existe una cierta censura a la hora de tratar en profundidad de dónde surgen las creencias cristianas y cómo se articuló la estructura misma de la Iglesia. Hoy en día existen suficientes datos arqueológicos, históricos y científicos que ponen en entredicho a una fe a la que siguen millones de personas y que mueve una cantidad ingente de recursos, y, en teoría, esto es lo suficientemente importante como para ser noticia. Tal vez la causa es que las organizaciones que se configuran en torno al cristianismo son capaces de marcar la agenda política y económica en algunos países (el poder ideológico y mediático que la Iglesia católica aún tiene en España es importante, pero tal vez los cristiano-radicales americanos que conforman el movimiento ultraconservador del Tea Party sea el ejemplo más evidente y peligroso). ¿O acaso existe miedo a cómo puede ser un mundo sin religión?

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