En su libro “No Callar” hay un texto de Javier Cercas donde recuerda que el novelista francés Michel Houellebecq afirmaba tras el referendum del Brexit en 2016 en una entrevista en el diario italiano La Repubblica que “el proyecto de la UE era una ilusión perniciosa, que Europa no tenía intereses económicos comunes, ni una lengua ni una cultura común, y que por tanto era imposible una común estructura política. Afirmaba que, aunque tal cosa fuese posible, sería poco o nada democrática, porque cuanto más vasto es un territorio, menos democráticamente vive. Afirmaba que lo mejor era que la UE desapareciese”.
Quizás este intelectual francés sonaba excéntrico entonces, pero sólo hace unos días la dirigente francesa Marine Le Pen, en una entrevista que le hacía Marc Bassets en El País, sin llegar a pedir la desaparición de la Unión Europea, reivindicaba su euroescepticismo con argumentos parecidos a los de Houellebecq. Europa, decía Le Pen, no es un pueblo, no es una nación, y solo los pueblos y naciones tienen derecho a ejercer la soberanía, por ejemplo mediante la celebración de referéndums como mecanismo predominante de decisión democrática. Marine Le Pen dijo en esta entrevista que “consideramos que la nación es el corazón político de nuestro proyecto” y que “para que haya soberanía es necesario un pueblo, y no hay un pueblo europeo”, o que “yo creo en la soberanía de las naciones”. Si llega al poder, promete organizar un referéndum para introducir en la Constitución la llamada preferencia nacional, que daría prioridad a los franceses ante los extranjeros en el acceso a empleos, vivienda y ayudas sociales.
Tanto Houllebecq como Le Pen reivindican la democracia, pero creen que esta debe organizarse en unidades culturalmente homogéneas, “pueblos” o “naciones”. Llevar este razonamiento a sus últimas consecuencias nos puede conducir a ver como totalmente imposible la organización democrática de sociedades diversas. Ya estamos viendo en Israel que muchos empiezan a darse cuenta de que tendrán que elegir entre ser un estado democrático o un estado judío, mientras en el territorio controlado por el Estado de Israel siga viviendo una gran minoría, quizás hoy ya una mayoría, de ciudadanos que no son judíos. Si la derecha identitaria quiere una democracia homogénea, y un Estado para quienes no son judíos es inviable, lo siguiente para esa derecha identitaria es la marginación (eso es lo que ya ocurre), expulsión o exterminio de quienes no pertenecen a la etnia para la que se quiere reservar los derechos democráticos.
Por eso fue ejemplar hace 25 años el Acuerdo de Viernes Santo en Irlanda del Norte, porque todos los sectores relevantes se pusieron de acuerdo para intentar vivir en paz y democráticamente en una sola comunidad. Con todas sus limitaciones y todavía incertidumbres, fue un acuerdo mucho más fértil y prometedor que los de Dayton y Oslo, basados en la idea de una etnia-un pueblo-un estado para las heterogéneas poblaciones de la antigua Yugoslavia y para Israel/Palestina.
Si una democracia solo puede serlo cuando todos sus ciudadanos hablan el mismo idioma o pertenecen a la misma etnia, nación o religión, la democracia será imposible en todas aquellas sociedades diversas, multirraciales y multilingües, en Europa, Estados Unidos, la India, o donde sea. O será imposible avanzar hacia una democracia global.
Los nacionalistas (franceses, españoles, catalanes) tienen muy claro cuál es la nación de cada uno, tienen muy claro donde hay un pueblo (aunque no haya ninguna lista objetiva e invariable de naciones y pueblos en ningún sitio), y quieren que cada nación o pueblo, pero sobre todo los suyos, tengan el monopolio de la soberanía, sin solapamientos que distraigan, como Houellebecq, Le Pen o Modi en la India. ¿Qué pasa con los territorios donde hay varias identidades? ¿Qué pasa con las personas que tienen múltiples identidades? ¿Qué pasa con quienes están hartos de las identidades?
En un reciente artículo, un intelectual español asociaba también una nación soberana a una lengua, y decía que no conducía a ello el identitarismo, sino la razón: “la ley en la lengua común permite saber a qué atenernos”. Como si los sistemas de traducción no hubiesen mejorado enormemente y como si no estuviera avanzando, sobre todo entre la juventud, una lengua franca, hoy día el inglés (además del castellano en España y muchos países latinoamericanos, o el francés en Francia), lengua crecientemente usada en grandes ciudades como Bruselas y Berlín. Y como si el multilingüismo en muchas sociedades no fuera una realidad desde hace milenios, o como si países donde varias lenguas tienen un estatus igualitario, como Canadá, Suiza o Bélgica, no fueran democracias avanzadas con un increíble nivel de desarrollo económico. O como si no fuera posible dominar varios idiomas. Hoy la comunicación entre diversos es más posible que nunca, siempre que se parta del respeto, en el que no destacan muchos nacionalistas (por ejemplo catalanes y españoles), pero sí por suerte muchísimas personas. La comunidad democrática española goza de mejor salud que nunca en su historia (respetando más que nunca la diversidad lingüística, con cosas a mejorar, claro), y además estamos embarcados en la construcción de una comunidad democrática europea, sin que nadie tenga que renunciar a su identidad, digan lo que digan Houellebecq y Le Pen. Se empieza elogiando la homogeneidad, y en el mismo artículo se acaba denunciando el federalismo como motor de una excesiva disgregación que erosiona “lo común”, incluso las políticas sanitarias, como si la vacunación ante el Covid o los fondos Next Generation, no fueran un ejemplo del mejor federalismo, o como si nuestros problemas con el agua, como explicaba hoy Jordi Amat, no pudieran solucionarse solo con un buen federalismo.
Si afirmamos soberanías a base de fuertes identidades homogéneas, será imposible construir una Cataluña de toda la ciudadanía, una España compartida, una Europa integrada, una humanidad común.
¿Democracias que no abracen la diversidad? Se llaman etnocracias. Si renunciamos a crear grandes democracias diversas, allanamos el camino a la barbarie.
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