Hoy he ido con mi hija a una feria de productos basados en plantas. Sin ser un ejemplo de nada, creo que puntúo relativamente alto (en comparación con la mayoría de personas de mi entorno) en alimentación sostenible y de proximidad.
Pero no creo que haga falta recurrir a la retórica propia de los movimientos populistas para justificar que sea necesario, por racionalidad individual y colectiva, cambiar nuestros hábitos alimenticios. El otro día vi que alguien defendía supongo que el mismo cambio de hábitos apelando a la “Soberanía alimentaria” y al “derecho de los pueblos a elegir su alimentación”.
El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador es uno de los dirigentes que más a menudo apela al concepto de soberanía en sus discursos, en su caso para poner de manifiesto el derecho entiendo que de los países latinoamericanos a tomar sus decisiones al margen de la presión histórica de los Estados Unidos. El primer ministro británico Boris Johnson no pierde oportunidad de apelar a la soberanía de las naciones, especialmente para defender su contraproducente Brexit con algún concepto que parezca positivo. Distintos líderes apelan al mismo concepto con significados matizadamente distintos, pero todos aprovechándose del halo positivo que confiere una palabra que sugiere libertad de decisión.
En su brillante último libro (“Breve historia de la igualdad”), el economista francés Thomas Piketty hace una defensa que comparto de lo que él llama socialismo participativo y federalista, como lógica continuación universalista del estado del bienestar nacional. Pero al final del libro no puede evitar defender algo que él llama “soberanismo universalista”. Parece que detrás de este aparente oxímoron, Piketty justifica que a veces los colectivos necesitan tomar decisiones unilaterales cuando las normas son injustas, y así ha ocurrido a lo largo de la historia con revueltas y revoluciones que con el paso del tiempo se han demostrado justas. Querer llevar esta lógica a la Europa de nuestros días, quizás para justificar el euroescepticismo de Melenchon, quizás sea algo excesivo.
El soberanismo se puede justificar como principio ante las injusticias del colonialismo, pero en sus aplicaciones prácticas contemporáneas tropieza con el irresoluble problema de quien es el sujeto de soberanía. La forma de evitar (que no de solucionar, porque carece de solución) el problema la dió del embajador de Kenya en las Naciones Unidas recientemente, como ya expliqué en un post anterior.
Aunque hay unos usos de la retórica soberanista más nocivos que otros, no creo que haya un soberanismo bueno, aunque sí puede haber actos justificables que usen a favor de una causa justa una retórica soberanista, como serían las luchas anticoloniales. No creo que a Macron le haga falta utilizar una retórica soberanista (europea) para defender que el estado federal europeo debe garantizar el suministro en determinados mercados. Además, no basta con una Europa soberana para asegurar la libertad y el bienestar de la ciudadanía en Europa: necesitamos una Europa integrada en un mundo que se coordine y que busque soluciones cooperativas, no en un mundo cada vez más fragmentado, como argumento en mi blog en inglés. Y también creo que Zelensky podría movilizar perfectamente a su ciudadanía sin utilizar una retórica nacionalista y soberanista.
En sociedades democráticas donde respetar los derechos humanos forma parte del marco legal reconocido, ¿de verdad tenemos que saltarnos las reglas en la UE en lugar de aceptar el laborioso camino de reformarlas? ¿Por qué no nos saltamos las normas en la pandemia, sobre máscaras, vacunas, confinamientos, todo en nombre de la libertad y la soberanía individual o de grupos predefinidos? ¿Por qué no dejamos que Rusia se salte las normas internacionales en nombre de su nación soberana y del “demos” ruso previamente definido por Putin?
En los sectores progresistas y demócratas en Italia, por ejemplo en el merecidamente prestigioso diario La Repubblica, a los nacionalpopulistas se les llama “soberanistas”, sin ninguna connotación positiva, como deberíamos hacer aquí con los ultranacionalistas españoles, catalanes o de otros pelajes.
Como decía ayer Andrea Rizzi, el proyecto de Yolanda Díaz puede ser un valioso contrapunte europeísta al modelo con aroma soberanista y populista de Mélenchon. El problema de Yolanda Díaz es no ser soberanista/populista sin ser como el PSOE, para poder añadir votos a los que ya aporta la socialdemocracia.
Cataluña muestra las consecuencias de entender el soberanismo como unilateralismo que se salta las reglas. Cuando las reglas son para los demás pero no para uno mismo, en una democracia se pierde la capacidad de convencer a potenciales aliados. Jordi Amat afirma acertadamente hoy en El Pais que "A más demanda retórica de soberanía, menos capacidad de participar en los centros de decisión real", frase que debería hacer reflexionar a quienes complementaron la demanda retórica de soberanía con su participación activa en un referéndum ilegal donde simulaban estar “decidiendo el futuro del pueblo catalán” en un ejemplo supuestamente imbatible de democracia.
Para ser individuos más libres, necesitamos compartir nuestra capacidad de elección, hacerlo además a distintos niveles, y para algunas cuestiones a nivel incluso global.
Menos derivados de soberanía y nación, y más derivados de federación. Mi preferencia es por grandes agregados democráticos, más multiculturales que plurinacionales, donde la retórica soberanista pase a la papelera de la historia, y podamos convivir compartiendo nuestra capacidad de decisión.
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