sábado, 12 de marzo de 2022

Todos los nacionalpopulismos son distintos, pero se parecen

Todos los nacionalpopulismos son distintos: no es lo mismo uno con capacidad nuclear, que otro que apenas sueña con instrumentalizar los Mossos d’Esquadra. No es lo mismo uno que es heredero nostálgico del franquismo, que otro que lidera un grupo étnico-religioso de cientos de millones de personas en la democracia más poblada del mundo. 

Pero, como ha escrito Salvador Enguix, ahora (movilizados por la atrocidad de los ataques y la huida de la población en Ucrania) se trata de poner coto a quienes sueñan con una ficción (en Rusia, España, Francia o Italia) que, "de hacerse realidad, destruiría el progreso y legitimaría la extensión" en el viejo y en otros continentes "de perfiles como el de Vladimir Putin".


Por eso (para no olvidar el tipo de sociedad que se impondría si triunfase el nacionalpopulismo armado), creo que puede ser útil recordar de vez en cuando qué tienen en común los distintos nacionalpopulismos:

HISTORIA. El pasado no es un espacio a analizar objetivamente y del que extraer conclusiones, sino un campo de batalla que se utiliza movilizando carros de combate, atribuyendo victorias y heroicidades, o derrotas injustas, a los “nuestros” y deshumanizando a los “otros”.

SOBERANÍA. Se trata de reclamar el poder absoluto en un territorio, como si no estuviéramos más interconectados que nunca, y nuestros problemas sociales no necesitaran de una actuación coordinada y cooperativa. Olvidar las interconexiones (entre otros motivos) lleva una y otra vez al nacionalpopulismo al fracaso económico, pensando que todos los problemas son un juego de suma cero en lugar de un juego de suma positiva. Y cuando se admite que el juego no es de suma cero, se piensa que la realidad es un simple juego de dos jugadores con estrategias binarias para cada jugador, donde el “otro” al final va a ceder ante el temor de “nuestras” (ya sea las de Putin o las más modestas de Ponsatí) capacidades.

LENGUA. Se justifican actuaciones para proteger de reales y supuestos ataques a quienes hablan un idioma en particular, como si la única identidad importante fuera la lingüística, asociando una lengua a una bandera y a un territorio, como si las lenguas no cruzaran fronteras, como si no hubiera personas plurilingües, o como si las personas no nos identificáramos con muchas otras dimensiones, a veces más importantes que el idioma. Se promueve la solidaridad etno-nacionalista (si no es la lengua, puede ser la religión, o la raza) por encima de la solidaridad de clase, o simplemente la solidaridad humana. El mundo se convertiría si fuera por ellos en una guerra de banderas, idiomas e himnos nacionales, o religiones y razas en busca de espacio vital. En nuestro continente, conocemos la alternativa a todo eso: es el sueño federalista europeo de Altiero Spinelli, al que nos acercamos crisis a crisis porque cada vez hay más gente que se da cuenta de la catástrofe a la que conduce el nacionalpopulismo.  Ser leal a ese ideal es hoy respetar el marco europeo, empezando por las leyes e instituciones perfectamente homologadas de sus estados-miembro, como España.

DEMOCRACIA. A diferencia del fascismo, del que hereda algunos rasgos, el nacionalpopulismo acepta las formas democráticas (es decir, acepta la derrota del fascismo), pero sólo se toma en serio la democracia en su vertiente electoral o plebiscitaria (sobre todo ésta), arrasando si hace falta con las reglas, las leyes, las normas internacionales y las convenciones. Y con la discusión razonada, la deliberación, la búsqueda de consensos. Como cuenta Carlos Granés en “Delirio Americano” (pág. 298) el populista ecuatoriano del siglo XX Velasco Ibarra, escribió en 1938 que “El político que ante un conflicto de hecho entre la ley y el vigor moral biológico del grupo viola la ley para salvar el grupo, no es un político arbitrario ni contradice al pensador, sino que es simplemente un político realista, cumplidor de su misión, valiente y humano”, y añade Granés que esto es “algo similar a lo que en 2017 dijo otro de su estirpe, el populista catalán Carles Puigdemont, para quien las leyes no podían estar por encima del sentimiento de las nuevas generaciones”. De modo parecido, se les llena la boca de la palabra libertad (o en el colmo del abuso, de “desnazificación”, cuando el objetivo es un presidente electo judío), pero ello no es incompatible con hacerle la vida imposible a las personas discrepantes (habitualmente caracterizadas como traidoras, "botiflers" en Cataluña, "quislings" en Escocia), ya sea a través de linchamientos en las redes sociales, “fatuas” o, en caso extremo, mediante polonio. Se proyectan liderazgos caudillistas, casi siempre masculinos, que se dice que van más allá de los partidos y otros intermediarios. El líder es más importante que las instituciones, el líder representa al pueblo, y está legitimado para tomar decisiones más allá de las reglas aceptadas, reconocidas y homologadas.

VICTIMISMO. Los “nuestros” son víctimas de los “otros” (porque el mundo se divide entre “ellos” y “nosotros”) y tenemos derecho a defendernos y a reaccionar, generándose una inevitable polarización social de estás conmigo o estás contra mí. El síndrome del "whataboutismo" es una consecuencia lógica de esta polarización identitaria. Como lo es que se genere una amplia capa protectora, que tapa la corrupción de "los nuestros". Esto puede generar dinámicas donde se pierde el sentido del ridículo, como aquel independentista catalán que gravó hace pocos días un vídeo ante un cuartel de la guardia civil en Girona explicando que Cataluña era víctima de una ocupación por parte de España, como Ucrania lo era por parte de la Rusia de Putin. Pequeños detalles sin importancia (como que España es un estado-miembro de la Unión Europea, a la que Ucrania quiere sumarse, o que Girona es una de las zonas del mundo donde se vive mejor, o que ahí el catalán es el primer idioma, protegido y oficial) no iban a impedir que este caballero hiciera exhibición de su ignorancia.


VERDAD. Ésta es algo relativo, que se puede manipular a gusto. Antes cuando se pillaba a alguien mintiendo, éste rectificaba o se callaba. Ahora, como dijo Obama en un célebre discurso en Sudáfrica, éste sigue mintiendo. Esto se puede aplicar al país de nacimiento del ex presidente de Estados Unidos, o a la supuesta aceptación inmediata de una Cataluña independiente en la UE. A la relativización de la verdad contribuyen medios de comunicación, incluso de titularidad pública, convertidos en burdos instrumentos de propaganda.

VIOLENCIA. Por todo lo anterior, el uso de la violencia puede llegar a estar justificado, para defender a los “nuestros”, al “pueblo”. Esta justificación puede ser abierta y dramática, como en el caso de ETA o de Putin, o puede ser implícita y sutil, como cuando se dice que “harían falta muertos” o que “hay que controlar el territorio”. Esta violencia por lo general se dirige a intentar trazar nuevas fronteras, para tener un espacio donde meter y supuestamente proteger a nuestro “pueblo” y desalojar a los demás, como ya se ha hecho trágicamente en la historia de Europa, por ejemplo y precisamente en Ucrania (donde ciudades como Lviv en la región de Galitzia llegaron a cambiar de estado en ocho ocasiones). Como nos recordó hace poco en un discurso brillante el embajador de Kenia en la ONU, es hora de que en lugar de crear nuevas fronteras (siempre discutibles y provisionales), nos dediquemos a cooperar por encima de las existentes.

Algunos se creen muy cultos porque gozan de posiciones de respetabilidad en sus sociedades, ya sea en Inglaterra, en la India, en Hungría o en Cataluña, y es verdad que aborrecen de la violencia, pero su trasfondo intelectual y moral es tan paleto como el del sátrapa que está invadiendo Ucrania. 


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