Hay que hacer un esfuerzo por no dejarse impresionar por la actualidad, por el cruce diario de declaraciones y movimientos tácticos de la política, e intentar prestar más atención a las corrientes de fondo. No es fácil, porque a veces el griterío es ensordecedor. Pero la actualidad no es más que un momento arbitrario del tiempo, no más importante que la Edad Media o el siglo XXII. Como explicaba muy bien José Álvarez Junco en uno de los mejores artículos de los últimos meses, el progreso no es lineal, los grandes avances son lentos, y a veces vamos hacia atrás, pero ello no nos impide agarrar más fuerza y seguir luchando por avanzar en el futuro. Por eso no me hago grandes ilusiones ni cuando hay buenas noticias, por ejemplo como fue la victoria de Obama en 2008. Pero el hecho es que desde diciembre de 2015, y aunque de forma un tanto disminuida también después de junio de 2016, existe en España una mayoría reformista y, aunque el PP es el partido con más diputados, está muy lejos de la mayoría absoluta y no puede imponer su programa. Parecería una buena oportunidad para hacer posible un programa de reformas, de cambios en profundidad en las instituciones y en las políticas públicas. No soy un iluso: el postureo y la discrepancia garantizan réditos políticos, no creo que haya muchos mimbres para un programa de reformas de dimensiones históricas, y las restricciones presupuestarias son enormes. Pero sí que podría haber una mayoría para desarrollar tres reformas:
-Una reforma federal de la Constitución (esto requeriría por lo menos la no oposición de entrada del PP), que acote las responsabilidades de la administración central del Estado y dé la máxima libertad a las autonomías fuera de estas responsabilidades (pero que impida que puedan utilizar los recursos comunes para organizar campañas de independencia); fije un sistema de financiación y reparto de las inversiones justo y transparente; que reforme el Senado; que avance en el multilingüismo de las instituciones del Estado; y que reconozca ciertas singularidades.
-Una reforma de las instituciones que asuma de verdad responsabilidades por la corrupción, que elimine las diputaciones provinciales y que termine con el reparto de puestos en los organismos reguladores y con la parcialidad de la televisión pública.
-Un paquete de medidas fiscales y sociales que reduzcan las desigualdades (y que vayan mucho más allá de lo que hoy dice Garicano en El Pais que quiere hacer con un cuello de elefante al que yo propuse retorcer mucho más) y que palien la situación de las familias que están en situación de emergencia social por el sub-empleo y el paro de larga duración, combinado con un compromiso de hacer de España un agente líder por una mayor integración de la euro-zona y su reforma democrática.
Al PP le corresponde buscar acuerdos en primer lugar, pero al PSOE le corresponde (poniendo en evidencia lo que de momento es la incapacidad del PP por proponer nada) en algún momento decir bien alto que su misión en el Parlamento es conseguir estos tres objetivos. Tanto si se convocan nuevas elecciones, como si el PSOE se acaba absteniendo total o parcialmente a cambio básicamente de nada, habremos arrojado la toalla. Las opciones viables, pero distintas de la pasividad bloqueante fruto de las divisiones internas que se vive en este momento, son dos: una, decir que se votará que no, a no ser que el PP se comprometa en un programa de reformas en profundidad, que incluyan la apertura inmediata de una comisión de reforma constitucional presidida por un socialista con un plan de trabajo pactado (y en este caso, el PSOE podría abstenerse y mantenerse en la oposición); otra, una vez el PP no consiga los votos para gobernar, si no los consigue, intentar un acuerdo con Podemos, Ciudadanos y el PNV, al que puedan sumarse independentistas catalanes partidarios de un diálogo franco y abierto. No sé cuál es el orden cronológico óptimo de estas dos opciones: de hecho podría ocurrir que al PSOE no le satisfaga lo que le propone el PP, que intente formar gobierno y no lo consiga, y que a última hora se consiguiera algún pacto in extremis sin Rajoy, pero por lo menos sería con una postura clara reformista del PSOE. Quizás ambas opciones no lleguen a buen puerto, pero si no se intentan, si no se aprovecha para hacer avanzar en el debate público las ideas de un reformismo profundo, el balance de esta oportunidad histórica será que habremos retrocedido cuando no teníamos por qué haberlo hecho. Será en todo el mundo un verano caliente en la batalla de las ideas. Cuando uno ve que algunos independentistas catalanes creen que "España mata", emitiendo mensajes sombríos parecidos a los del Brexit ("Bruselas" mata) o los de la convención del Partido Republicano de Donald Trump, o cuando uno ve el desparpajo con que los altavoces del PP dicen que "todo ha vuelto a la normalidad" cuando se elige a su candidata a presidir el Congreso, uno se da cuenta de que la democracia y la libertad hay que regarlas todos los días, con paciencia, pero sin descanso.
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