Tras muchas vacilaciones, en Septiembre de 2019 me incorporé a Twitter. Hace años un profesor amigo mío me dijo que “si no estás en Twitter, no eres nadie”. Yo no le creí, pero me influyó. Se han hecho realidad mis temores sobre el carácter adictivo de esta red social y la cantidad de ego y tiempo que absorbe. Ha tenido aspectos positivos, como estar más al día de lo último en investigación académica y en buen periodismo de opinión en inglés, así como de aspectos digamos sociológicos de mi profesión de profesor de Economía. También me ha servido para recuperar o reforzar amistades, aunque debo decir que quizás también me he alejado de otras personas que no están en Twitter. He intentado navegar entre dos aguas, las de mi profesión de profesor, y las de mi participación cívica y política. En España este estar entre dos aguas es poco habitual, pero creo que en otros lugares, especialmente en Estados Unidos, que los académicos y economistas se mojen en la esfera política es algo perfectamente normal y aceptado. Lo cual no implica que podamos comportarnos como energúmenos tribales, cosa que he intentado no hacer. Pero tanto mi profesión como mi militancia hacen que a veces me muerda la lengua, espero que para bien.
Uno de mis objetivos cuando entré a Twitter era ver más de cerca el lodazal, no porque yo disfrute de él, sino porque si es algo que forma parte de nuestra realidad política y social, hay que conocerlo bien, y solidarizarse con sus víctimas, compartiendo a veces, aunque sea a una escala menor, su condición. En algunas ocasiones he sufrido los insultos (asesino, ignorante, ñordo, carcelero,…) de la Policía Tuitera Patriótica (PTP), siempre al acecho inquisidor de quien se desvíe más de la cuenta del carril más vociferante de la sociedad catalana. Una vez se me ocurrió comparar a los sectores más radicales del independentismo con los Amish (que estos me disculpen), y como coincidió en un diálogo con otra persona que quería aislarles y otro que quería enviarlos a Cadaqués, ambos en tono irónico y siempre refiriéndose a un sector del independentismo, se organizó una fátua en la que llegó a intervenir Puigdemont y un magazine online en su editorial. Un diputado independentista llamó escandalizado al líder de mi partido, y un conocido, en lugar de dirigirse a mi, envió un mensaje a una persona mayor de mi familia preguntando irónicamente (con poca gracia a mi juicio, y sin que mi familiar entendiera nada), si estaría de acuerdo en hacer un referéndum en Cadaqués (pueblo que yo no había mencionado). El juego del teléfono convirtió un inocente comentario en un proyecto para mandar a todos los independentistas a un campo de concentración. Aunque silencié a mucha gente e intenté aislarme de la red un par de días, recibí mensajes de whatsapp y email que me recordaban la fátua en todo momento. Alguno me denunció a Twitter y Twitter me exoneró. En fin, nada comparado con lo que les ocurre a otros todos los días.
El día de mi primer aniversario en Twitter, la semana pasada, se me ocurrió sin pensar mucho comparar a Mas con Cameron y a Johnson con Puigdemont (calificando a estos dos últimos de despeinados e histriónicos, pero centrando la culpa de las derivas del Brexit y el "procés" en los primeros), algo que no es la primera vez que hago ni la primera persona que lo hace. Para mi sorpresa, tuve récord de likes y retuits, pero también una nueva avalancha de insultos. No los he leído todos, porque de nuevo he intentado aislarme. Pero vi uno muy curioso que me acusaba de los crímenes de los GAL porque había tenido “cargos” en esa época. Efectivamente, tuve “cargos” en las juventudes socialistas en los años 1980 y fui concejal 4 años en Barcelona entre 1991 y 1995. Si todos los que tuvimos “cargos” socialistas en esa época y en esos sitios somos responsables de los GAL (y de su desaparición, se supone), es una responsabilidad bastante compartida, incluyendo a personas como Pasqual Maragall, Marta Mata, Oriol Bohigas… y algunos otros que ahora destacan por su pasión independentista.
Por supuesto el odio offline y online se retroalimentan. Twitter no tiene la culpa de que Puigdemont llame a Iceta “malparido” y no pase nada. Pero Twitter, y otras redes sociales, creo que hacen poco por frenar el odio. De hecho, la polarización y la histeria hacen aumentar sus beneficios. Si utilizan algoritmos para mantener la adicción de sus miembros, su inteligencia artificial no debería tener problemas en detectar y frenar automáticamente palabras en idiomas derivados del latín que es obvio que son insultos que agitan el odio. No deberían esperar a que se denuncie.
Lo más decepcionante de Twitter es su carácter paradójicamente local. Aunque es una red global, la mayoría de interacciones son puramente locales y sobre temas locales. Mis tuits en inglés tienen casi nula repercusión en comparación con otros, excepto entre algunos amigos que hablan inglés y algunos alumnos internacionales que he tenido y algún colega. Veo más cosas de fuera, pero los de fuera casi no me ven a mi. He utilizado Twitter para difundir mis blogs (uno en castellano y catalán, otro en inglés), con poco éxito cuantitativo. La mayoría ya solo lee cosas cortitas. Seguiremos.
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