Hoy Javier Marías se hace eco en su artículo habitual de la
última página de El País Semanal de algo que le ocurrió cuando alguien le
llevaba en auto de Amsterdam a Bruselas.
Al cruzar la frontera entre Holanda y Bélgica, no pasaba absolutamente nada (no
había que detener el vehículo, no había que cambiar moneda, nadie te pedía el
pasaporte), excepto una cosa: sonaba el teléfono móvil, anunciando el cambio de
compañía, y recibía mensajes ofreciendo descuentos y anunciando los precios del
operador. Marías es un tecnófobo reconocido, que lleva teléfono celular en sus
viajes muy a regañadientes, y que lamenta que debido a este artilugio alguien
que él no ha autorizado (en este caso, una empresa comercial) tenga que saber
que, en aquel momento, él está cruzando esa frontera, cuando incluso los
poderes públicos han renunciado a esa información. Otro escritor, el mexicano
de ancestros catalanes Jordi Soler, también narraba en “La Fiesta del Oso” como
lo único que cambia al cruzar caminando por el Pirineo la frontera entre España
y Francia es la compañía operadora del teléfono celular (el aparato sigue
siendo el mismo, claro). A mí ya hace tiempo que me tiene fascinado esta paradoja:
cuando desaparecen las fronteras, lo único que percibimos es algo tan innecesario
como que tengan que existir operadores distintos a lado y lado de la frontera.
La razón es que los estados miembro de la Unión Europea no abandonan su
potestad de regular las licencias del espectro radioeléctrico, a pesar de que
si hay algo que no conoce fronteras, es precisamente el espectro radioeléctrico.
Esta reliquia tecnológica es un símbolo de lo artificial de las fronteras. De
hecho, lo que queda de ellas es a veces más artificial y ridículo que nunca. Ya sé que
las cosas son mucho más complicadas y que las democracias todavía son demasiado
“nacionales” como para que eliminemos la discrecionalidad jurisdiccional sobre
otras cuestiones que distinguen unos países de otros: las pensiones, los
impuestos, la educación. Pero los pitidos del móvil son hoy día un símbolo de
la casa a medio construir que es la Unión Europea.
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