Es habitual entre sectores sobre todo intelectuales intentar mantener una equidistancia en la lucha política cuando ésta adquiere tintes desagradables. Por ejemplo, entre una cierta izquierda estética italiana ha sido común durante mucho tiempo echar la culpa de la pervivencia del berlusconismo a la “izquierda oficial”. Ésta sin duda tiene muchas limitaciones, aunque es una de las izquierdas más ilustradas, cultas y democráticas de Europa. El slogan de “todos los políticos son iguales” también bebe de las mismas fuentes. Y de nuevo sin duda en todas partes cuecen habas y hay vicios compartidos entre fuerzas políticas de signos ideológicos distintos. Pero la equidistancia matemática entre los partidarios de políticas impregnadas de justicia redistributiva y aquellos que lo que persiguen es mantener el status quo y los intereses de clase obedece la mayoría de las veces a la pereza intelectual o a la justificación de actitudes acomodaticias. Un ejemplo en este sentido son los ex ministros socialistas que fueron cooptados por Sarkozy, sin que ello respondiera a una política de consenso en determinadas áreas (como ocurre en Estados Unidos), sino a un intercambio mercantil: yo necesito una pátina de progresismo y vosotros necesitáis un cargo, sin que medien más consideraciones de naturaleza valórica. En España es probable que pronto haya una mayoría de derechas (intentaremos ponérselo difícil) y veremos actitudes de este tipo. Quien conozca la política catalana y haga un seguimiento de la trayectoria reciente de un señor llamado Mascarell puede tener un anticipo de este tipo de actitudes, en su caso adornadas con artículos, declaraciones e incluso libros dando varios saltos mortales argumentales e ideológicos, mientras sus antiguos colegas (con mejor o peor currículo que él) luchan desde las bases, y sin pedir nada a cambio, por una socialdemocracia y una sociedad mejor. No es lo mismo Berlusconi que Prodi, ni Bush u Obama, ni Piñera o Concertación. Ni derecha e izquierda. No es lo mismo.
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